10 de enero de 2019

Adiós

 

Nunca se llega a estar del todo preparado para decir adiós a un padre o una madre. No importa el tiempo que hayamos compartido con él o ella, ni si nuestra relación era sana o conflictiva. No importa si había pasado una larga enfermedad antes de morir o si la muerte se sobrevino de forma repentina. Nunca se llega a estar preparado del todo para afrontarlo.

Este sentimiento de “no estar preparado” es tan común como sorprendente, pues al fin y al cabo la vida tiende a prepararnos para ello y distintas experiencias convierten a la muerte en algo esperable (enfermedades, muertes cercanas...). Vemos crecer a nuestros padres, somos testigos de su proceso de deterioro y biológicamente somos plenamente conscientes de la finitud del ser humano, sin embargo, nuestras emociones siguen caminos que en muchas ocasiones escapan a la razón y tienen la capacidad de sorprendernos.
Para bien o para mal, cuando los padres fallecen se sobreviene una sensación de “nunca más voy a tener con nadie el vínculo que tenía con estas personas”. Por muy independientes y autónomos que seamos, los padres son seres irremplazables en el mundo emocional y eso es lo que hace de su pérdida una de las más duras. Pese a la dureza con la que sentimos que la vida nos trata en estos momentos, y pese a que el dolor por la pérdida de los padres es uno de los más universales del ser humano, este duelo es también uno de los más incomprendidos. Psicólogos como Alexander Levy, autor de El adulto huérfano, y Hope Edelman, autora de Motherless daughters (Hijas sin madres), coinciden en que este tipo duelo –el de perder a los padres siendo adulto– es el menos mirado, conversado y contemplado. Sin embargo, es el duelo más común, el que todos –si tenemos la suerte de vivir lo suficiente– vamos a enfrentar en algún momento. Sus consecuencias no son ni tan livianas ni tan pasajeras como la sociedad parecería querer hacernos creer. Según William Worden, autor de El tratamiento del dueloel dolor, el desconsuelo, la culpa y la sensación de liberación forman parte del abanico de emociones que despierta esta pérdida, y no hay ni un tiempo ni un patrón determinado para atravesarlo.
En un primer momento, cuando se avecina la pérdida de un progenitor y esto es conocido por el entorno, incluso si uno cuenta con una fuerte red de apoyo, las personas cercanas suelen preguntar: “¿Cómo está tu padre/madre?” y nunca “¿Cómo estás tú?”. Podemos deducir, que el entorno, o la sociedad es más capaz de asumir las malas noticias respecto a la salud del progenitor, que tolerar el posible dolor que viva el hijo/a. El sufrimiento de los demás tiende a incomodarnos, pues muchas veces no sabemos cómo podemos contener o hacernos cargo de las emociones de esas personas, y ante el temor que despierta nuestra posible incapacidad para ayudar optamos por ignorarlo. Cuando finalmente llega la hora de la muerte la respuesta del entono suele parecerse a: “bueno, ya estaba muy mayor, había vivido bastante”, “bueno, es ley de vida, tarde o temprano iba a pasar”, “al menos ahora puede descansar, y tú también”. En otras palabras, como forma parte del ciclo vital el sufrimiento no se legitima y la persona parece no tener derecho a estar triste y pasar por un período de duelo pudiendo éste llegar a convertirse en un tabú.
Uno de los motivos que podrían justificar nuestra posible torpeza a la hora de acompañar a las personas que pasan por este tipo de duelo es la falta de modelos sobre cómo hacerlo, al fin y al cabo, los duelos de ahora no son como los de antes. La esperanza de vida es mucho mayor en la actualidad que hace treinta años, los hijos coinciden mucho más con sus padres y viven muchas más cosas juntos. Se relacionan con mayor intimidad. Antes de la década de los cuarenta existía mucho respeto entre padres e hijos y los vínculos eran algo más distantes. Actualmente, la situación económica ha llevado a dos tipos de situaciones muy distintas que pueden afectar la vivencia del duelo: por una parte, en muchas ocasiones los padres viven con sus hijos adultos, y en otras, sin embargo, se da el caso opuesto, pues los hijos emigran para encontrar trabajo e hijos y nietos ven a los abuelos únicamente en fechas muy señaladas como la Navidad.
A la hora de afrontar o superar el duelo por la muerte del propio progenitor, además del apoyo social mencionado anteriormente, hay otros factores de gran relevancia implicados en el proceso y que se deben tener en cuenta.
En primer lugar, cuando uno es testigo de cómo la vida de alguien tan cercano llega a su fin, inevitablemente, extrapola esa realidad a su propia vida y concreta con la certeza de su propia finitud. Este hecho, que algunos podrían interpretar catastróficamente como un factor de riesgo para una posible depresión, para otros, como por ejemplo aquellos profesionales allegados a la psicología positiva, es un factor susceptible de potenciar el crecimiento postraumático, es decir un cambio psicológico positivo que sobreviene en una persona tras haber pasado por una situación adversa. En este sentido, los psicólogos mantienen que cuando uno conecta con la propia finitud esto pone en marcha un mecanismo de alerta que hace a las personas se hagan preguntas, busquen respuestas y crezcan como consecuencia de ello.
Estas preguntas pueden orientarse a cuestionar si la vida que se está viviendo es realmente la que se quiere vivir, y al verse reflejados en sus padres se pueden preguntar si les gustaría vivir y morir como ellos o por el contrario quieren hacer y ser cosas diferentes. Además en este momento uno puede caer en la cuenta de qué papel han cumplido en la forma de dirigir la propia vida las expectativas de sus padres y puede, ahora sí, ser libre para elegir si ese es el camino que quiere seguir, pues ahora ya no hay nadie a quien disgustar o decepcionar. Uno se da cuenta de que el tiempo que hay en la vida para perseguir ciertas metas (realizar el trabajo de tus sueños, dedicarle más tiempo a la familia, decir lo que nunca dijimos, tener hijos...) no es eterno y esto lleva consigo un cambio, no solo de mentalidad, sino un cambio conductual y actitudinal que puede hacer que nuestra vida se transforme.

Por otra parte, ante la incomprensión y el dolor, las personas suelen hacerse preguntas a nivel trascendental y espiritual que quizás nunca se habían hecho: ¿hay vida después de la muerte?, ¿dónde está mi padre/madre ahora? Y esto les invita a profundizar en una dimensión del ser humano inexplorada hasta el momento. Seas cuales fueren las respuestas que encuentren, este movimiento de inquietud y búsqueda es lo que hace que uno tenga la capacidad de crecer ente la adversidad.
Por otra parte, para las personas de Fe, este acontecimiento puede traer dudas (¿por qué Dios permite este sufrimiento?), pero al mismo tiempo, puede dar pie a experimentar un amor incondicional y un consuelo que va más allá de las vicisitudes de la vida y las capacidades humanas.
Respecto a cómo prepararnos para decir adiós a nuestros padres algunos expertos como los autores citados anteriormente o la investigadora Fabiana Fondevila coinciden en los siguientes orientaciones para atravesar un duelo y salir fortalecido:
-Dejarse sentir: El dolor es una parte importante del proceso de duelo, y atravesarlo con conciencia ayuda a sanar. Si uno puede levantarse de la cama por la mañana y llevar a cabo sus actividades, aunque esté triste, es mejor intentar no tomar medicación psiquiátrica (antidepresivos).
-Apoyarse en la red social que nos es afectivamente cercana: recurrir a amigos, familiares, guías espirituales, grupos de apoyo en hospitales ... En resumen no aislarse, seguir en contacto con otros seres humanos, y sobre todo con quienes ya pasaron por la experiencia y hoy la viven con menos congoja.
-Buscar ayuda profesional si es necesario: no existen tiempos prescriptos para la duración de un duelo ni debe asustarnos su intensidad. Pero hay que escuchar lo que uno siente y buscar ayuda si no se puede solo.
-Cuidar la salud: descansar lo suficiente, hacer ejercicio y comer sano. Si no se tiene ganas de comer, tomar varios tentempiés saludables a lo largo del día en vez de comidas completas, al menos hasta que se recupere el apetito. No hay que tratar de aliviar la pena con alcohol o alimentos poco saludables; eso solo
hará sentirse peor. Las necesidades básicas siguen siendo básicas incluso en estas circunstancias
.
-Es bueno recurrir a la escritura y la expresión artística para volcar lo que se siente: las emociones están hechas para comunicarlas y no para vivirlas solo. En este sentido la creatividad no tiene límites. Se puede escribir una carta a quien se fue, hacer una escultura abstracta de lo que se está sintiendo, cantar....
-Pararse a recordar: no evitar que nos inunden los recuerdos de la persona, homenajearla de vez en cuando en aniversarios o fechas señaladas. Se le puede recordar de alguna manera espacial, hacer una donación en su nombre, o sencillamente hablar a otros de él o ella. Esto contribuirá a que la muerte del fallecido no se convierta en un tabú y se pueda hablar de ella. No se trata de olvidar sino de ubicar al ser querido ausente en otro lugar del corazón. Simplemente hay que pasar de amar a alguien que está a amar a alguien que no está. El vínculo continúa.
-Disfruta de tus padres mientras estén vivos: eso te ayudará a sentir que no tienes asuntos pendientes con ellos cuando se vayan y el duelo será más fluido.
-Saca lo positivo de todo ello: a la larga, la vivencia de perder a nuestros padres puede ser una de las mayores enseñanzas que ellos nos dejen. Así como fueron nuestros maestros en vida, si sabemos vivir su partida con el corazón abierto, es probable que al morir nos enseñen, también, lo precioso del vínculo y el privilegio del amor sin fin.

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